Escrito está en letras de fuego en los viejos libros iniciáticos que consultó Platón para escribir su Banquete de los dioses, que los hombres de la Edad de Oro alcanzaron tal felicidad, tan inmenso saber y un poder tan gigantesco, que los dioses sintieron envidia hacia ellos, temiendo muy fundadamente que les usurpasen los hombres algún día todo su inmenso y secular poderío.
Diéronse, pues, trazas un día los dioses de lograr arrebatar el tesoro de la felicidad a los mortales, quienes, al perder tamaña riqueza, cayeron bien pronto en la orfandad y en la abnegaci6n más tristes. En ese mismo y desdichadísimo estado de miseria en que hoy le adivina la ciencia de la Prehistoria.
Pero, como sucede siempre, no cayeron en la cuenta los dioses de que tamaño despojo tenía una segunda parte archipeliaguda, a saber, que los hombres, como buenos rebeldes de nacimiento, no se resignaron jamás con aquella su desgracia, sino que trataron desde el primer día, que siguió al despojo, de reconquistar el tesoro perdido. Con ello se anticipaban simplemente a la famosísima empresa que muchos siglos más tarde intentaron los griegos de Jassón cuando fueron en busca del áureo “Vellocino” de la Cólquide o “Calcídica”.
No cabe en lengua humana en efecto la narración de los locos, de los inauditos esfuerzos que, desde entonces, siglo tras sigio e instante tras instante, lleva realizados la Humanidad para reconquistar lo que antaño le fue robado de tan protervo modo. Tanto, que los dioses se convencieron bien pronto de que estaban perdidos a la corta o a la larga si no escondían convenientemente el “Tesoro de la Felicidad” en un sitio tal y tan oculto que jamás volviesen, a dar con él los pícaros hombres.
—Pero, ¿dónde está ese adecuado sitio para que sirva de escondite? —se preguntaron los dioses llenos de preocupación.
¡En las entrañas más recónditas de los montes más enhiestos! —dijo uno de ellos.
—Sí, ¡buen escondite —replicó otro—, cuando esos terribles “nibelungos” vendrían bien pronto con sus minas y trabajos de topos, hasta sacarle de nuevo a luz...
—Sumerjámosle, pues, en lo profundo del Océano —dijo un tercero.
—...De donde le sacarán un día con sus buzos malditos, con sus redes o con sus submarinos —opuso el de antes.
Y así cada uno de los dioses fue formulando sucesivamente el expediente salvador que le dictaba su prudencia, ora de ocultar el Tesoro en las cumbres nevadas, ora en el antro de los volcanes, bien, en fin, en las nubes y capas atmosféricas. Pero el espectro de “skis”, del aeroplano, del dirigible, de la radiotelegrafía, etcétera, hacía bien pronto comprender a los dioses que ni en tales sitios estaba el tesoro seguro. Ningún lugar había absolutamente seguro para ocultarlo pues los hombres (que son dioses también sólo que lo han olvidado porque bebieron antaño las soporíferas aguas del Leteo que les tiene dormidos desde entonces), despertarán al fin algún día de tamaño letargo o “encantamiento” y ¡ay, luego, de los dioses!, porque sonará para ellos la hora de su ocaso, al tenor de lo que después ha dicho San Pablo, de que hasta los ángeles serían juzgados un día por los hombres, y al tenor también de lo que Wagner nos ha cantado gigante en la última parte de su drama musical El Anillo de Nibelungo...
Deseando acabar de una vez con tantas perplejidades, el más experto de los dioses —no se. sabe bien si Narada o Mercurio— les dio al fin a sus compañeros este consejo práctico, expedito, infalible:
— ¡Necios! Si queréis que el hombre jamás encuentre lo que busca, esconded su Tesoro en su propio e inconstante corazón... Seguros de que, mientras de mil modos se afanen en buscar fuera el perdido “Vellocino”, no se le ocurrirá ni una sola vez mirar a sú propio interior pensando lógicamente que si, en justicia, el Tesoro es suyo, en verdad este último no se podrá apartar jamás del hombre mismo, al tenor de las leyes inexorables del Karma, es de la Justicia que sujeta a los hombres... de igual modo que a los dioses.
El consejo fue aceptado por unanimidad y seguido al pie de la letra. El Tesoro, por arte mágico poco o nada, explicable para nuestra obtusa mente, hubo así de pasar al corazón de todos y de cada uno de los mortales, quienes aunque notaron luego algo extraño en sí propios, ni remotamente pudieron pensar que aquel “algo” era precisamente lo que con tan insaciable ahínco habían perdido. ¡Así, mientras buscaban el Tesoro, resultó lo llevaban dentro a todas partes, y ellos no lo sabían!
Pasaron de este modo cruel edades tras edades, con gran mofa y escarnio por parte de los dioses, quienes, desde sus alturas olímpicas, veían cómo y de qué manera, por la busca de un vano fantasma de felicidad, los dormidos hombres se destrozaban como fieras unos a otros. * .
Pero los inmortales no contaban con lo que fatalmente tuvo que cumplirse, al fin, es a saber que llegó la plenitud de los tiempos anunciada por la profecía, es decir el día, augusto en que el titán Prometeo, extendiendo su brazo gallardo, encendió la Antorcha del Pensamiento en ese mismo e inextinguible Fuego de Amor que alimenta al Sol y hace resplandecer a los cielos. Con la antorcha mental así encendida fue despertando sucesivamente y más o menos en todos los hombres un fuego igual al suyo primitivo. A los destellos de semejante Luz, pudieron mirar al fin, en el fondo de su pecho: ¡allí vieron brillar más pura que nunca al “Ascua de Oro”: ¡el Tesoro de la Felicidad Oculta! Desde entonces los hombres se esforzaron más y más en sacar fuera de nuevo el Tesoro, como lo estaba antaño, pero para ello les faltaba un punto de apoyo, como a Arquímedes para levantar el mundo. Y así siguieron no poco tiempo, hasta que alguien hubo de inventar un artefacto mental, verdaderamente pasmoso, sin segundo, con el que desde entonces, viene explotándose, sin que se extinga, la divina MINA...
“Este artefacto del pensamiento, movido por el sentimiento y montado sobre diamantinos ejes de verdad que nadie ni nada puede destruir, se llamó FILOSOFIA.” Y en el frontispicio del templo, donde el artefacto se guarda desde aquel día feliz, oculto cuidadosamente a las miradas e indiscreciones profanas de los que son malos porque son ignorantes, aparece desde entonces escrito:
¡NOSCE TE IPSUM!
o sea, en castellano:
OH HOMBRE, ¡CONOCETE A TI MISMO!
COMENTARIO
“El espíritu interno o NOUS conserva un vago recuerdo del anterior estado de bienaventuranza de que antes ha gozado y late instintivamente con la esperanza de volver a él. Haciendo un uso conveniente de todo lo que es una reminiscencia de la vida primera, y perfeccionándose por medio de misterios perfectos, puede el hombre llegar a la perfección absoluta, y ser entonces, dice Platón en el Theetetus, un iniciado en la Sabiduría Divina.”
Estas frases del divino filósofo griego compendian en sí toda la honda significación de la fábula que antecede, porque, como dice un conocido cronista, el sabio Antonio Zozaya, “llevamos todos oculto en nuestros corazones un ideal de exaltaci6n moral”. Semejante ideal será pequeño o grande, miserable o magnífico, pero es ideal, al fin, es decir anhelo vivo de mejoramiento. Hay quien ama la vida en la ciencia,. en el arte, o simplemente en su mediocridad cotidiana. El triunfo de semejante ideal es para cada hombre “el momento de oro” del que habla Daudet: la planta apoyada por fin, tras áspera subida, en la alta cima o en el leve montículo de las aspiraciones. Así, cada uno tiene su respectiva gloria en el ensueño de sus horas silenciosas, en el momento callado y recogido en que el alma encamina hacia la tendencia eterna, hacia la felicidad suprema.
Se dice que media vida es la esperanza y la otra media el desengaño. El instante de tránsito de una a otra es la felicidad, momento que, por lo común, nos sorprende, añaden, dormidos, siendo aun más triste que el no hallar nunca en el mundo la felicidad completa, el obstinarnos en creer que se ha encontrado al fin allí, lo que ni remotamente existe...Por eso, lo que más admiraba en efecto al fil6sofo Aristón era el que fuesen tenidos aquí por más felices los poseedores de cosas superfluas que los que abundaban en las necesarias y útiles.
Nos adormecemos en el bienestar de los paraísos que con nuestra imaginación nos forjamos y despertamos al perderlos, siendo la vida toda por eso, como alguien ha dicho, la tortura eterna de los paraísos perdidos. .
Pero cuando libertándonos de todo y de todos, logramos descubrir al fin el tesoro inmenso que yace oculto en nuestro propio corazón, todas las cosas cambian mágicamente para nuestra dicha. Vese entonces con gran sorpresa que, con diría Franz Hartmann, “el objeto verdadero de la vida no es la vida misma, sino la consecución de un grado más y más alto en la escala evolutiva”; un grado superior de conciencia, debido ya al descubrimiento de semejante “tesoro” ennobleciendo la “conducta integral”, la buena conducta en pensamiento en palabra y en obra, no la hipócrita máscara de buenas apariencias, ocultándose tras de ellas la podredumbre del sepulcro blanqueado evangélico, el sepulcro de los malos pensamientos y peores deseos, ni tampoco la necedad de aquellos otros que creen que el dinero lo hace todo y que, según Voltaire, “estan sujetos a hacerlo todo por el dinero”. -
“Nemo auten regere postet nisi qui est regi”, ha dicho Seneca ensalzando en su tratado De ira (libro 2, cap. 15) a esa ponderación integrada de todas las buenas tendencias bajo la suprema dirección del corazón recto, modo especial del ser al que llamaron “sofrosine” los griegos, y cuyo alcance salvador está resumido en esos preceptos del Libro de Oro del filósofo latino:
“Es libertad el obedecer a la propia conciencia. No es muy grande el ánimo de quien se deleita en cosas terrenas. Espera que te hagan a ti lo que tú haces a otro. Sé útil primero a demás si quieres ser útil a ti mismo. Recibe beneficio quien hace al que lo merece. Desdichado es el que por tal se tiene La desgracia es a veces ocasión de virtud. Causa de obrar es el haber obrado; Despreciable cosa es el hombre cuando no se levanta sobre su esfera. Tanto más crece el esfuerzo cuanto más consideramos la grandeza de lo emprendido. Merece salir engañado el que, al hacer un beneficio, tenía cuenta con la recompensa. Deberíamos recibir bien los trabajos, sabiendo que vienen por providencia divina. Hasta el que se aparta de la virtud, la reconoce. Muchos deleites, afeminan los espíritus.”
Todos estos preceptos se pueden resumir en uno que se da en ese maravilloso librito iniciático llamado El Bhagavad Gita, o Diálogos entre Krishna y Arjuna, libro en el que, a centenares, se leen sentencias como éstas:
“Cuando, el hombre arranca de sí todos los deseos capaces de agitar su corazón, y cuando encuentra dentro de sí mismo el contento y la felicidad, entonces puede asegurarse que está afianzado en la suprema sabiduría.”
“Aquel que conserva su calma en medio del dolor y no siente una sed insaciable cuando bebe la copa del placer, aquel que es desinteresado y se halla exento de aflicción, de temor y de cólera, aquel está afianzado en la suprema sabiduría de KRISHNA.”
Cerremos, pues, el presente capítulo de la felicidad, con esta joya literaria en prosa del eximio poeta Amado Nervo, acerca del optimismo o “sofrosine”. El poeta, bajo suprema inspiración, nos dice:
Cada época trae su enfermedad, pero también encuentra su remedio. Las panaceas se suceden a través de los siglos paralelamente a las dolencias, y no ha habido ninguna que carezca de eficacia real..., a condición de emplearla con fe.
La característica de nuestro tiempo es la fiebre del negocio, la ávida busca del bienestar material, el ansia de placeres inmediatos, el desenfrenado amor a la riqueza. Pero decíamos que cada época trae también su remedio. ¿Cuál es el de este desequilibrio? Hay uno que apunta desde hace tiempo y asoma por todas partes. Se basa en una filosofía que arranca desde la antigüedad, pero que adquiere hoy intensidades insólitas. Puesto que los fenómenos exteriores no tienen en el “yo” más influencia que la que le da nuestra concepción acerca de ellos; puesto que todo lo que pasa no nos hiere sino en la medida de nuestra aceptación íntima; puesto que los sucesos y las cosas en sí nada son, y para nosotros no tienen otro ascendiente que el que les confiere el concepto que de ellos nos formamos si por medio de una educación relativamente fácil de la voluntad llegamos a un concepto luminoso, riente, de la vida; nada logrará ya herirnos ni desconsolarnos; los incidentes diarios esperarán a la puerta de nuestra alma, para volverse malos o buenos, según el color de que nuestra alma los vista, y ella, sin duda, los vestirá, a todos, de colores claros y resplandecientes.
No es éste, no, el panglossismo con que Voltaire se burlaba de las teorías de Leibnitz: es el optimismo de Teodoro Parker, de Everett Hale, y, si querernos buscarle antecesores entre los grandes hombres de otros siglos, es el optimismo maravilloso de San Agustín y de San Francisco de Asís. Es la convicción que Rousseau en sus primeros escritos, Diderot, Bernardino de Saint Pierre, etcétera, tenían de la bondad esencial de la Naturaleza, unida a un ímpetu de amor cordial y generoso de todo, que ellos no podían tener porque es preciso, para sentirlo, un poco de misticismo, pero que tienen muchos de los grandes espíritus modernos.
Veamos en Whitman, por ejemplo, los efectos de este estado, de alma infinitamente simpático y eficaz.
El Dr. Bucke, discípulo del gran poeta, nos dice: “Su ocupación favorita parecía ser el divagar solitario por el campo, mirando las hierbas, los árboles, las flores, los juegos de luz, los aspectos cambiantes del cielo: escuchando a los pájaros, a los grillos, a las ranas y a los mil rumores de la Naturaleza. Era manifiesto que gozaba más, infinitamente más de lo que nosotros gozamos normalmente. Antes de conocerle, no me había venido a las mientes que, ante un espectáculo tal, pudiese experimentarse la dicha perfecta que sabía extraer de todas las cosas... Para él todo objeto natural parecía tener un atractivo. Todos los espectáculos, todos los sonidos parecían agradarle. Se veía que amaba a todos los hombres, a todas las mujeres, a todos los niños que encontraba a su paso. “Quizá no ha existido nunca un hombre que haya amado tantas criaturas y que haya desdeñado tan pocas...” Sin embargo, nunca le oí decir que amaba a alguien; pero todos aquellos a quienes conocía sentían que los amaba, y a muchos otros aún. Jamás le vi discutir o enojarse; jamás hablaba de dinero. Defendía, siempre, ya riendo, ya en serio, a sus detractores y a sus críticos y hasta he llegado a pensar que hallaba cierto placer en los ataques que suscitaban sus escritos o su persona. Cuando le conocí, creí que se dominaba y no permitía a su impaciencia o su rencor que se manifestasen por las palabras. No me había venido al espíritu que tales sentimientos pudiesen no existir en él. Pero después advertí, merced a una larga observaci6n, que tenía este género de insensibilidad. Jamás se expresaba mal de ninguna época, de ninguna nación, de ninguna clase social, de ningún
oficio, ni siquiera de un animal, de un insecto, de un objeto inanimado, de las leyes naturales o de sus consecuencias, como la enfermedad, la deformidad o la muerte. jamás se quejaba del mal tiempo; no juraba jamás. Nunca hablaba con ira, y según todas las apariencias, nunca se encolerizó. Por último, nunca experimentó miedo alguno. ¡Qué espléndida ecuanimidad! Comparada con la pasión de ánimo de media humanidad, con la neurastenia aguda de la otra media, y sentiréis por vuestros semejantes cierta conmíseraci6n desdeñosa... o cierta caritativa piedad.
Pero, objetaréis, ¿qué le vamos a hacer? No todos podemos ser Walt Whitman. Los psicoterápicos sajones, afirman, empero, que sí.
Todos podemos ser Walt Whitman o Emerson, no por el ingenio, sino por la alegría y la paz.
“El optimismo —dice William James—, es como la salud del alma. Esta salud moral puede indudablemente ser espontánea o voluntaria y sistemática. Cuando es voluntaria, produce una alegría inmediata en presencia de las cosas. cuando es involuntaria, supone un esfuerzo para concebir abstractamente las cosas como buenas.”
El optimismo sistemático ve en el bien el carácter esencial de todo lo que existe: excluye deliberadamente el mal de su Cuerpo visual...
Una gran parte de lo que nosotros llamamos el mal, no viene sino de la manera que tenemos de considerar las cosas. El mal puede frecuentemente ser transformado en un tónico, es decir, en un bien, por la simple sustitución de una actitud de combate, al desaliento y al temor. Frecuentemente el aguijón del sufrimiento cede el sitio a una atracción verdadera, cuando, después de haber tratado en vano de evitarlo, nos decidimos a mirarlo frente a frente y a soportarlo con buena voluntad. Sería, pues, indigno de un hombre, no recurrir a este medio de salud en presencia de los hechos dolorosos que amenazan la paz interior. Admitamos que los hechos subsisten: si rehusáis en ver en ello un mal, si desdeñáis su poder, si hacéis como si no existiesen, habrán perdido con relación a vosotros lo que tienen de perjudicial. Si sólo gracias a vuestro pensamiento se vuelven buenos o malos, eso prueba que, ante todo, debéis aprender a dirigir bien vuestro pensamiento.
“Dolor —dijo el filósofo antiguo— nunca confesaré que eres un mal...” Pero, replicaréis, ¿y quién va a ejercitarnos en esta actitud optimista? ¿A qué hora, entre el continuo trabajo, preguntarán los pobres, recurriremos a la admirable panacea? ¿A qué hora, interrogarán los ricos, recurriremos a ella, si al menor minuto de tregua que nos dan el automóvil, el tango, el bridge o los deportes violentos, se nos cuela el tedio por todas puertas?...
Los apóstoles de la “mind cure” os responderán que con media hora diaria de un recogimiento sistemático, siquiera para empezar, ya podríais ganar mucho, sobre todo si eligiéseis ademas tales o cuales lecturas.
Santa Teresa ofrecía el cielo, en nombre de Cristo, a todo el que practicase a diario un cuarto de hora de oración mental. Los de la “mind cure” os ofrecen el paraíso en la Tierra si aprendéis con ellos a ser optimistas. -
¿Cuál es el primer paso que ha de darse para este optimismo liberador? La supresión del miedo.
“El miedo—dice Horacio Fletcher—ha podido tener su utilidad en el curso de la evolución. Toda la previsión de los animales consiste en tener miedo; pero es absurdo el que este estado de ánimo represente un papel en el espíritu del hombre civilizado. He observado que el temor, lejos de ser un estimulante, debilita y paraliza aun a los hombres bastante instruidos ya para dejarse dirigir por el imán del bien y del deber. Para ello el temor no sirve ya de defensa, se convierte en obstáculo; hay que suprimirlo como se cortan las carnes muertas de un órgano todavía vivo...Yo defino el temor ‘una autosugesti6n más o menos voluntaria de inferioridad’, a fin de mostrar que pertenece a la categoría de las cosas perjudiciales y de ninguna manera respetables.”
La idea de que todo lo que sucede está bien; de que la naturaleza universal no puede dañarnos sin dañarse, como pensaba el gran Marco Aurelio; de que nuestro “yo” es inexpugnable, aun cuando contra él se conjurasen todas las tempestades; de que estamos unidos íntimamente con el principio del Universo, sea él cual fuere; de que el infinito no puede querer nuestro mal, ni en la vida, ni más allá de la vida, suprime en la mente toda posibilidad de temor. Recordemos a este propósito las palabras de Maeterlinck, en su libro La Muerte:
“Sea que el universo haya encontrado ya su conciencia, la encuentre un día o la busque eternamente, no podría existir ni en su conjunto ni en una sola de sus partes; para ser desgraciado y sufrir, poco importa que esta parte sea invisible o Ínconmensurable, ya que el más pequeño es tan grande como el más grande en aquello que no tiene término ni medida. Torturar un punto es lo mismo que torturar todos los mundos, y si el infinito tortura los mundos, tortura su propia sustancia. “
El miedo no tiene, pues, razón de existir en el ser consciente, ni aun con respecto al misterio. Ahora bien: suprimid el miedo, y habréis suprimido todas las fobias modernas y con el propio golpe, habréis matado la raíz misma de la neurastenia. Y si a esta disciplina mental pudieseis• añadir una vida sencilla, si fueseis “snobs”...
¿Sabéis cómo define el “esnobismo” un “pince-sans rire” francés? “El esnobismo —dice— es la molestia que se imponen algunos imbéciles, privándose de lo que les gusta, para hacer creer que les gusta lo que les molesta”...
No os quejaréis pues de mí. Parodiando la célebre frase de Itúrbide cuando consumó la independencia de Méjico, os repetiré:
“Ya os enseñé a ser libres; aprended vosotros a ser dichosos.” Ya os enseñé a libertaros del miedo: ensáyad vivir sin él; veréis cómo en el más impensado momento, encontraréis la felicidad duradera; y si nunca más dejáis entrar temores en vuestra alma, si sólo dais acceso a las ideas optimistas que vuestra imaginación os sugiera, llegará un día en que exclaméis:
—No creía que fuera tan fácil el ser feliz.
O como se expresa la maravillosa Aglavaine del ya citado Maeterlink:
—Jamás creí que, siendo yo tan pequeña, pudiese albergar un paraíso tan grande
en mi corazón...
Tal es la enseñanza del teósofo Amado Nervo.
fragmento de MARIO ROSO DE LUNA
POR EL REINO ENCANTADO DE MAYA
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