Cristo, solo
(Enrique de Mesa)
Y descendió Cristo de los Cielos y volvió a la Tierra.
Y los hombres se alborozaron con su presencia y los que se decían cristianos, tuvieron regocijo.
Y alfombraban con las vestiduras su camino, y en él esparcían ramos y hojas.
Y las alabanzas llenaban el aire.
Y eran aquellas gentes hipócritas y su contento fingido y falsa su alegría. Y caminaban en pos del Nazareno con la mirada entristecida por la visión de la culpa, la frente inclinada bajo el peso del pecado.
Mas viendo Jesús a todo este gentío, subió a un monte; en él nacían las cruciatas de flores azuladas.
Y aparecióse a la multitud como a los Apóstoles en la cumbre del Tabor; su rostro resplandeciente como el Sol y sus vestidos blancos como la nieve.
Y por la llanura se extendieron las gentes, ocupándola toda: los sacerdotes, falange negra que a trozos purpureaba con las sangrientas notas de sus altas jerarquías; los guerreros, tropel abigarrado que aturdía con su estruendo y deslumbraba con su brillo; los ricos, franja de luz con destellos de poderío y de abundancia; los pobres, mancha de sombra en el triste desamparo de su desnudez y de miseria.
Y la voz de Jesús hendió los aires; y era la voz dulce que en Galilea predicó el Evangelio del reino.
Y era la voz suave que, con perdón de pecados, prometió eternas bienaventuranzas.
Y era la voz divina que a Simón limpió de la asquerosa lepra, resucitó a Lázaro y espantó a los espíritus malignos.
Y era la voz sublime que hizo a los cojos andar, a los sordos oír, a los ciegos ver.
Y las palabras se aromaban en la mística flor de sus labios. Y se extendían en oleadas armoniosas sobre la muchedumbre.
Y dijo Jesús:
“He aquí que soy el sembrador que viene a visitar sus campos, a ver si fructificó la semilla. Hablad, que por vuestras palabras habréis de ser justificados o condenados.
Y nadie habló.
Y Jesús, dirigiéndose a los sacerdotes, les dijo: “Vosotros sois los primeros, la luz del mundo. En vuestras manos encomendé mis enseñanzas y mis doctrinas. Potestad os di para curar enfermos y sanar leprosos. Id en busca de las ovejas perdidas en la casa de Israel, os dije. Y hallo a la cristiandad enferma, mis ovejas descarriadas, mis enseñanzas en el olvido. ¿Cumplisteis mis preceptos? No poseáis oro ni plata, ni dinero alguno en vuestros bolsillos, ni alforja para el viaje, ni más de un calzado y una túnica, os dije.. ¿Lo habéis cumplido?”
Y de la turba negra se alzaron confusos rumores; las iras del pecado.
Y la voz de Cristo se oía claramente.
Y eran sus palabras sobre el gentío como las blancas gaviotas sobre ¡os mares, que, bajando del Cielo, sin temor a sus furias, lo rozaban con sus alas.
Y las furias de los mares no logran ahogar las blancas gaviotas, ni las furias de los hombres las palabras divinas.
Y, volviendo las espaldas a Cristo, los sacerdotes se alejaron ensombreciendo el valle.
Y algunos no querían irse: Eran los sacerdotes de la sincera alma candorosa y austera virtud; los que consuelan el infortunio y la necesidad, y alivian y remedian la desgracia. Mas, como eran ellos pocos, los malos les arrastraron.
Y la voz de Jesús azotaba a aquéllos, diciéndoles: “¡Ay de vosotros, fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres; porque ni vosotros entráis ni dejáis entrar a los que entrarían! ¡Guías de ciegos! ¡Sepulcros blanqueados!”
Y las gentes no veían que los sacerdotes abandonaban a Cristo, y arrodillándose al paso de ellos besaban humildemente las orlas de sus túnicas.
Y vibró en el espacio la advertencia evangélica: “Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles de ovejas, mas por dentro son lobos robadores. Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura producen uvas los espinos e higos los abrojos?”
Y ya los sacerdotes habían desaparecido.
Y otra vez la boca del Maestro vertió como óleo derramado sus divinas enseñanzas.
Y predicó la verdad y el bien; la caridad oculta y la limosna secreta; la oración fervorosa nacida del alma y no de los labios.
Y los que debían su medro a la ostentación de sus devociones, le abandonaron, y los que obtenían lucro con la publicidad de sus sentimientos, hipócritamente se alejaron de él.
Y eran muchos.
Y Jesús continuó:
“En verdad os digo que todo aquel que pusiera los ojos en una mujer para codiciarla ya cometió con ella adulterio en su corazón.
“No resistáis al mal; antes bien, si alguno os hiriere en la mejilla derecha, presentadle la izquierda.
“El que es mayor entre vosotros, será vuestro siervo. Porque el que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado. a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por cuantos os persiguen y calumnian.”
Y al escuchar las palabras de Jesús, unos en pos de otros, muchos hombres perdiéronse en la llanura.
Y eran los adúlteros, los vengativos, los iracundos, los soberbios, los envidiosos.
Y la envidia a su paso deja amarillenta e infecunda a la tierra.
Y eran las almas de aquellas gentes, secas como la higuera de Betania; y en el camino de perdición no aspiraban sino los dañinos perfumes de las flores del mal, ni gozaban sino los engañosos deleites del pecado.
Y el lúcido tropel de armas rodeó al monte. Y Jesús les dijo:
“¿Acaso sois vosotros combatientes de la virtud, soldados de la fe?”
Y contempló con amargura la necia soberbia de sus divisas, la hinchada vanidad de los motes y empresas que adornaban los pendones y campeaban en los escudos como cifras de nobleza y emblema de gloria.
Y nadie rompió aquel silencio.
Y Jesús continuó:
“Paz traje a los hombres. Mi reino por el amor se conquista. Crió mi Padre cándidas palomas, no buitres carniceros. ¡Ay del que ensangriente la tierra!”
Y el ruido de las espuelas denotó el temblor de los soldados.
Y nada dijeron. .
Y los combatientes de la ambición, del egoísmo y de la avaricia volvieron las espaldas a Cristo, alejándose por la llanura.
Y el gentío, ofuscado por la luz y aturdido por el estruendo de los guerreros, con entusiasmo los aclamaba.
Y el sol avivaba los colores de los escudos, quebrábase en el oro de los bordados y hacía brillar las corazas, fulgir los aceros.
Y la voz del Redentor les perseguía:
“Porque, ¿de qué sirve al hombre el ganar todo el mundo si pierde su alma? O ¿con qué cambio podrá el hombre rescatarla una vez perdida?”
Y el viento, soplando con fuerza, se llevó en sus alas el rumor guerrero.
Y una nubecilla ocultó el Sol a los hombres, y perdieron los colores toda su viveza, los bordados sus reflejos, su brillo las corazas y los aceros sus fulgores.
¡Gloria efímera, vana pompa, ruido a merced del viento que sopla, falsa luz de otro reflejo que las nubes desvanece!
Y la franja luminosa con destellos de poderío y de riqueza se acercó al monte.
Y Cristo, tras sus resplandores, columbró las desnudas carnes de la pobreza.
Y sonrió amargamente, diciendo:
“El que tenga dos túnicas, que dé una.”
Y nadie obedeció a la voz divina:
“No atesoréis para vosotros tesoros en la Tierra, donde orín y polilla los consume, y en donde ¡os ladrones los desentierran y roban. Mas atesorad para vosotros tesoros en el Cielo, en donde ni orín ni polilla los consumen y en donde los ladrones no los desentierran ni roban. Porque donde está tu tesoro allí está también tu corazón.
Y si lo tuyo vendes y lo das a los pobres, tendrás un tesoro en el Cielo y digno serás de bienaventuranza.”
Y si lo tuyo vendes y lo das a los pobres, tendrás un tesoro en el Cielo y digno serás de bienaventuranza.”
Y a esta propuesta los que tenían muchos bienes se entristecieron.
Y se alejaron de Cristo.
Y echando Jesús una ojeada alrededor de sí, dijo:
“¡Oh, cuán difícilmente los acaudalados entrarán en el Reino de Dios! ¡Cuán difícil cosa es, hijos míos, que los que ponen su confianza en las riquezas entren en el Reino de los Cielos!”
Y los ricos, vueltas las espaldas a Cristo, que es la luz, caminaron hacia la sombra.
Y sólo quedó en la llanura la turba miserable y harapienta. Eran los hombres desnudos a quienes el hambre hace dudar y el desamparo hace maldecir.
Y eran aquéllos los preferidos de Jesús. Y mirándoles con ternura, les dijo:
“¡Venid a mí todos cuantos andáis agobiados con trabajo y con carga, que yo os
aliviaré!”
Y aquellas gentes, no escuchando a Jesús, se desparramaban como ovejas sin pastor, siguiendo a los ricos.
Y viéndolo, dijo Cristo:
“Ninguno puede servir a dos señores, porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o al uno sufrirá y al otro despreciará. No podéis servir a Dios y a las riquezas.”
Y de la turba de víctimas sociales se alzó formidable clamoreo, y muchas veces decían:
“Odiamos a los ricos porque somos sus siervos. Para ellos son nuestro trabajo y nuestra vida; los desperdicios de su mesa para nosotros. Ellos nos dan los harapos que nos cubren.”
Y la voz de Cristo, rebosando de tristeza, llenó los aires:
“¿No es más el alma que la comida y el cuerpo más que el vestido?... Mirad las aves del Cielo que no siembran ni siegan, ni allegan en trajes y vuestro Padre Celestial las
alimenta.
“¿Pues qué, no sois vosotros más que ellas? “Considerad cómo crecen los lirios del campo; no trabajan ni hilan. Y yo os digo que ni Salomón con toda su gloria fue cubierto como uno de éstos.
“Pues si al heno del campo que hoy es y mañana se echa en el horno viste Dios así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?
“Buscad, pues, primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas.”
Y de las gentes que se alejaban salían voces diciendo:
“¿Y el pan de mañana?” Dijo Jesús:
“¿Hay por ventura alguna entre vosotros que pidiéndole pan un hijo suyo le dé una piedra? No andéis angustiados por el día de mañana. Le basta al día su propio afán.”
Y la voz del Nazareno llegó a la muchedumbre con dejos de amargura terrena y modulaciones de humano sollozo.
Y se conmovió el gentío miserable, y la turba yació y se detuvo.
Con igual acento ellos pidieron pan y trigo.
La voz del Hijo de Dios, humanada por la amargura con temblores de súplica, penetró en sus corazones.
Y los pobres pensaron que si fueran ricos no abandonarían al Señor.
Y no comprendían que el oro y la molicia endurecen el corazón, engendrando el pecado.
Mas temieron la cólera de los ricos y siguieron sus pasos. Y las palabras de Jesús iban en
pos de ellos, dulces y tristes:
“Tomad mi yugo sobre vosotros, porque suave es mi yugo, y ligero es el peso mío.”
Y ya los pobres habían desaparecido.
Y quedó la llanura desierta.
Y Cristo, solo.
Y al verse así abandonado, su voz dulce endurecióse, y dijo: “¡Hipócritas! Con razón profetizó Isaías: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí!”
Y en un instante padeció todos los dolores sublimes de su olvidada y estéril pasión redentora; sintió en sus hombros de nuevo el peso del manto de púrpura; en sus sienes las punzadoras espinas que como a Rey del dolor le coronaran; en sus manos el irrisorio cetro de caña.
Y vio que el pueblo, arrodillado, escarnecía su majestad, diciéndole cruel:
“¡Dios te salve, Rey de los judíos!”
Y sintió los salivazos en sus mejillas.
Y esta vez no tuvo Cirineo que le llevara la Cruz ni cariñosas manos que enjugaran su frente.
Y el rostro divino no quedó impreso en el lienzo por el sudor humano.
Y los clavos abrieron en sus carnes cruentas desgarraduras.
Y al lanzazo de su costado brotó sangre.
Y apuró las hieles. Y sus labios gustaron la actitud del vinagre.
Y esta vez el Sol no se oscureció, ni tembló la Naturaleza; no se rasgó el velo del templo ni las piedras se partieron, ni resucitaron los muertos.
Y hacía más doloroso el tormento la risueña quietud de la tierra que bajo el sol dormía, el piar gozoso de las golondrinas azuladas, aves del Cielo que, indiferentes a su martirio, revoloteaban en torno de la redentora cabeza.
Y bajo el cielo azul y el Sol esplendoroso, en la cumbre del Calvario que la humana maldad eterniza, por el dolor transido y de la Cruz pendiente, de todos abandonado en la soledad amarga, el Hijo de Dios lloró como lloran los hijos de los hombres.
COMENTARIO
La glosa evangélica del epígrafe que antecede pinta de mano maestra el trágico conflicto de nuestros vivires, en que el Ideal, el Espiritu, el legitimo y mas elevado "principio” del Hombre, se ve crucificado en las limitaciones de la carne, abandonado y solo...
Como ha dicho Bullwer Litton, las opiniones, los anhelos del hombre forman su parte divina, y su parte humana, acciones. Pero entre ambas partes media un insondable abismo, un mar proceloso, que la nave de nuestra alma ha de franquear victoriosa tras la más épica de las luchas, si se ha de salvar uniéndose al Cristo, a su Espíritu Supremo, Rayo Inefable de la Abstracta e Incognoscible Divinidad. Todos, en efecto, escuchan extasiados la redentora Palabra, pero la Bestia humana clama por sus fueros y sepulta en el fango de nuestras pasiones inferiores tamaña espiritualidad. Sacerdotes, guerreros, hombres del negocio, hombres envanecidos por las pompas y las necedades mundanas, que se detuvieron un momento para escuchar las sublimidades aquellas, bien pronto se retiran silenciosos y entenebrecidos, porque la Doctrina salvadora pugna abiertamente con sus más caros intereses egoístas. ¡Y Cristo queda solo! ¡Y su Doctrina, que es la eterna Doctrina de las Edades o Religión-Sabiduría primitiva, una vez más queda sepultada en el Misterio, porque la Humanidad, que tiene ojos para ver, no ve; y con oídos para oír, no oye!
Ello es y será siempre el motivo del llamado “sigilo iniciático”, porque en seres tales que apenas si con sus anhelos, pero jamás con sus acciones, se alzaran unas líneas sobre su condición animal, no existe la preparación adecuada para que la semilla del bien pueda ser sembrada con alguna esperanza de éxito, como expresa la siguiente parábola del Maestro, parábola tan conocida como poco meditada y que dice así:
Fragmento de POR EL REINO ENCANTADO DE MAYA
MARIO ROSO DE LUNA
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