Razón-Conciencia-Iluminación


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Con  la  naturaleza  física está  aliada  la razón  que  le  da  señorío  y  predominio  sobre  los  demás seres  de  la  tierra,  y  con  la naturaleza  espiritual  está   aliada   la  conciencia, que  le  guía  entre las  falacias  de  los sentidos para discernir instantáneamente entre lo justo y lo injusto. Este discernimiento  es privativo  del  espíritu  absoluto,  puro  y  sabio  por  naturaleza, como emanación  de  la  pureza  y  sabiduría  divina.  Las  decisiones  de  la  conciencia  no dependen  de  la  razón,  pues  sólo  podrá  manifestarse   plenamente   cuando   se   haya substraído a la servidumbre de la naturaleza inferior. La  razón  no  es  facultad  inherente  al  espíritu,  porque  tiene por   instrumento  el cerebro físico y sirve para deducir el consecuente del antecedente  y  la conclusión  de  las premisas,  de  conformidad  con  las  pruebas  suministradas  por  los  sentidos.  El  espíritu sabe de  por  sí  y  no  necesita  argumentar  ni  discutir,  pues   como  emanación del eterno espíritu de sabiduría, ha de poseer los mismos atributos esenciales que  el todo  de  que procede.  Por  lo  tanto,  no  discurrían desacertadamente  los  antiguos  teurgos  al  decir que  el  elemento  espiritual  del  hombre  no  se  infundía  plenamente  en  su  cuerpo, sino que tan sólo cobijaba al alma astral, medianera entre el  espíritu  y el cuerpo.  El  hombre que  ha  subyugado  su  naturaleza  inferior  lo  bastante   para   recibir directamente  la esplendorosa  luz  de  su  augoeides,  conoce  por  intuición  la  verdad  y  no  puede  errar  en sus  juicios  a  pesar  de  cuantos  sofismas  arguya  la  fría razón. Entonces alcanza  la ILUMINACIÓN, cuyos efectos son la profecía, clarividencia e inspiración divina.



Los  más eminentes sabios  antiguos  y  medioevales  fueron herméticos,  como  también  lo  son  los  místicos   contemporáneos;   y   ya   les  ilumine  la verdad  por  medio  de  su  intuición,  ya  reciban esta  luz  en  premio  del  estudio  y  de  la ordinaria iniciación, todos   aceptan   el   método   y   siguen   el   sendero   trazado  por instructores  como  Moisés,  Gautama  el  Buddha   y   Jesús.   El rocío del  cielo, en   que simbolizaban los alquimistas la verdad, baña su  corazón,  porque  en las cumbres  de  las montañas extendieron limpias  telas  de  lino para recogerlo.  De  esta  suerte,  cada  cual  a su manera, se adueñaron del disolvente universal. Muy distinta cuestión es inquirir hasta  qué  punto  estaban  facultados  para  divulgar las verdades  poseídas.  El Maestro  no  puede  quitarse  arbitrariamente  aquel  velo,  que, según  el  Éxodo,  cubría  el  rostro  de  Moisés  al  descender  del  Sinaí para comunicar  al pueblo la palabra de Dios, sino que depende de si los oyentes quieren descorrer el velo que “encubre sus corazones”. Así lo significa claramente el apóstol  Pablo  en  su  epístola a  los  corintios,  cuando  les  dice  que  si  sus  entendimientos están  cegados por el fulgor que  rodea  a  la  verdad  divina,  no  podrán  ver  la  luz  hasta  que  descorran  el  velo  de  sus corazones y vuelvan al Señor48, aunque el maestro descorra o no el que cubre su faz. El eterno  conflicto  entre  las  diversas  religiones del  mundo,  tales  como  la  cristiana, judía, pagana, induista y budista, proviene de  que  muy  pocos  de  sus  respectivos fieles conocen  la  verdad,  y  la  mayoría  se  obstinan  en  no  descorrer  el  velo  de  su  corazón creyendo que el  ciego es  su  prójimo.  La  divinidad  exotérica  de  todas   las  religiones, incluso la cristiana, no obstante sus presunciones de misterio,  es  un  ídolo,  una ficción  y no  puede  ser  otra  cosa. Cubierto   el   rostro  con tupido  velo habla  Moisés a la muchedumbre  y les  representa  al  cruel  y  antropomórfico  Jehovah  como  el  Dios  más sublime;  pero  oculta  en  lo  más  íntimo  de  su  corazón  aquella  verdad  que  no  puede decirse ni revelarse”. Kapila hiere con la punzante espada del sarcasmo a  los  yoguis  que afirmaban  ver  a  Dios  en  sus  éxtasis.  Gautama  el  Buddha  encubre  la  verdad  bajo impenetrable capa de sutilezas metafísicas y la posteridad le tilda de ateo.  A  Pitágorasle tienen muchos por hábil impostor a causa de su alegórico misticismo y de la  doctrina de  la  metempsícosis.  Apolonio  y  Plotino  sufren injusta  acusación   de  visionarios  y charlatanes. Muchos traductores  y comentadores  de  Platón,  cuyas  obras  tan  sólo  han leído superficialmente la mayor parte de nuestros eminentes eruditos,  le  echan  en  cara absurdos y puerilidades, con más el desconocimiento de su propio idioma49. Podría llenarse todo  un  libro  con  los  nombres  de  sabios  cuyas  mal  comprendidas obras  se  diputan  por   un  tejido   de  absurdos  místicos,  tan  sólo  porque  los  críticos escépticos son incapaces de levantar el velo que encubre su verdadero significado. Esto deriva principalmente de que la mayoría de los lectores tienen  la  inveterada costumbre de juzgar de una  obra  por los  aparentes  conceptos  del  texto,  sin detenerse  a  penetrar su   espíritu

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