Sobre la Magia en la antigüedad


Dice Ennemoser: "Herodoto, Tales, Empedocles, Orfeo y Pitágoras, aprendieron en Egipto y demás países orientales filosofía natural y teología" Por nuestra parte recordaremos que en Egipto se instruyó Moisés y pasó Jesús los años de su primera juventud.

En aquel país se daban cita todos los estudiantes del mundo conocido antes de la fundación de Alejandría.

Ciertamente había llegado  ya  la  época  vaticinada  por  el  gran Hermes  en  su  diálogo con Esculapio; la época en que impíos extranjeros reconvinieran a los egipcios  de  adorar monstruosos ídolos, sin que de ella quedara más que los jeroglíficos de  sus monumentos  como  increíbles  enigmas  para  la  posteridad.  Los  hierofantes  andaban dispersos  por  la  haz  de   la  tierra,  buscando  refugio  en  las  comunidades  herméticas llamadas  más  tarde  esenios, donde  sepultaron  a  mayor  hondura  que  antes  la  ciencia esotérica.  La  triunfante  espada  del  discípulo  de  Aristóteles  no  dejó  vestigio  de  la  uniempo  pura  religión,  y  el  mismo  Aristóteles,  típico  hijo  de  su  siglo,  aunque  instruido en la  secreta  ciencia  de  los  egipcios,  sabía  muy  poco  de  los  resultados  dimanantes  de milenarios estudios esotéricos. Lo   mismo   que   los   que  florecieron   en   los   días    de    Psamético,    los   filósofos contemporáneos “alzan el velo de Isis”  porque  Isis  es  el  símbolo  de  la  naturaleza;  pero sólo  ven  formas  físicas  y  el  alma  interna escapa  a  su  penetración.  La  Divina  Madre  no les  responde.  Anatómicos  hay  que  niegan   la   existencia   del   alma,   porque   no  la descubren bajo las masas de músculos y redes de nervios y substancia gris  que levantancon  la  punta  del  escalpelo.  Tan  miopes  son  éstos  en  sus  sofismas  como  el  estudianteque bajo la letra muerta de  la cábala no  acierta  a  descubrir  el  vivificador  espíritu.  Para ver  el  hombre  real que  habitó  en  el  cadáver  extendido  sobre  la   mesa   de  disección, necesita  el  anatómico  ojos  no  corporales;  y  de  la  propia  suerte,  para  descubrir  la gloriosa verdad, cifrada  en  las  escrituras  hieráticas  de  los  papiros  antiguos,  es  preciso poseer la facultad de intuición, la vista del alma, como la razón lo es de la mente. La ciencia moderna  admite  una  fuerza  suprema,  un  principio invisible,  pero  niega  la existencia de un Ser supremo, de  un  Dios  personal. Lógicamente  es  muy  discutible  la diferencia entre ambos  conceptos,  porque,  en  fuerza y esencia son  idénticas.  La  razón humana no puede concebir una fuerza suprema é inteligente sin  identificarla  con  un  Ser también  supremo  é  inteligente. Jamás  el  vulgo   tendrá   idea   de   la   omnipotencia   y omnipresencia de Dios sin atribuirle, en gigantescas proporciones,  cualidades  humanas; sin embargo, para los cabalistas, siempre fué el invisible En–Soph una Potestad. Vemos,  por  lo  tanto,  que  los  filósofos positivistas  de  nuestros  días  tuvieron  sus precursores  hace  miles  de  años.  El  adepto hermético  proclama  que  el  simple  sentido común   excluye   toda   contingencia   de  que   el   universo   sea   obra   del   acaso,   pues equivaldría este absurdo a suponer que los postulados de Euclides los dedujo un mono entretenido en jugar con figuras geométricas. Muy pocos cristianos comprenden  la  teología  hebrea,  si  es  que  algo  saben  de  ella.  El Talmud es  profundamente  enigmático,  aún  para  la  mayor  parte  de  los  mismos  judíos;pero  los  hebraístas  que  lo  han  descifrado,  no  se  engríen  de  su  erudición.  Los  libros cabalísticos  son  todavía  menos  comprensibles para   los  judíos,   y   a   su   estudio   se dedican, con  mayor  asiduidad  que  éstos,  los  hebraístas  cristianos.  Sin embargo, ¡cuán menos conocida todavía es la cábala universal de Oriente!  Pocos  son sus  adeptos;  pero estos privilegiados  herederos  de  los   sabios   que   “descubrieron  las  deslumbradoras verdades  que  centellean  en  la  gran  Shemaya  del  saber  caldeo” han  solucionado  lo “absoluto”  y  descansan  ahora  de  su  fatigosa  tarea.   No  pueden   ir  más   allá  de   la  línea trazada  por  el  dedo  del  mismo  Dios  en  este  mundo,  como  límite  del  conocimiento humano. Sin darse cuenta, han topado algunos viajeros con estos adeptos  en  las  orillas del   sagrado  Ganges,   en   las   solitarias   ruinas   de  Tebas, en    los    misteriosamente abandonados  aposentos  de  Luxor,  en  las  cámaras  de  azules  y  doradas  bóvedas  cuyos misteriosos signos atraen sin fruto  posible   la  atención  del  vulgo.  Por  doquiera  se  les encuentra, lo mismo en las desoladas llanuras  del  Sahara  y  en  las  cavernas  de  Elefanta, que  en  los brillantes  salones  la  aristocracia  europea;  pero  sólo  se  dan  a  conocer a los desinteresados estudiantes  cuya  perseverancia  no  le  permite  volver  atrás.  El  insigne teólogo  é  historiador  judío  Maimónides,  a  quien   sus compatriotas  casi  divinizaron, para   después   acusarle  de   herejía,   afirma que   lo   en   apariencia más absurdo y extravagante  del  Talmud, encubre  precisamente  lo más   sublime   de   su significado esotérico.  Este  eruditísimo  judío  ha  demostrado  que  la  magia  caldea  profesada  por Moisés  y  otros  taumaturgos,  se  fundaba  en  amplios  y  profundos  conocimientos  de diversas  y  hoy  olvidadas  ramas  de  las  ciencias naturales,  pues  conocían por  completo los recursos de los reinos mineral, vegetal y animal, aparte de los secretos  de  la  química y de la física, con añadidura de las verdades  espirituales  que  les daban  tanta  idoneidad en psicología  como  tuvieron  en  fisiología.  No  es  maravilla,  pues,  que  los  adeptos educados  en  los  misteriosos  santuarios   de   los  templos,  obraran  portentos  en  cuya explicación   fracasaría   la   infatuada   ciencia contemporánea.   Es   denigrante   para   la dignidad humana motejar de imposturas la magia y las ciencias ocultas,  pues  si  hubiera sido  posible  que  durante  miles  de  años  fuesen  unas  gentes  víctimas  de  los fraudes  y supercherías  amañados  por  otras  gentes,  necesario  sería  confesar  que  la  mitad  de  los hombres  son  idiotas  y  la  otra  mitad  bribones.  ¿En  qué  país  no  se  ha   practicado   la magia? ¿En qué época se olvidó por completo? Los Vedas  y  las  leyes  de  Manú,  que  son  los  documentos  literarios más antiguos,describen muchos ritos mágicos de lícita práctica entre los  brahmanes. Hoy mismo  se enseña en el Japón y en China, sobre todo en el Tíbet,  la  magia  caldea,  y  los  sacerdotes de estos países corroboran con el ejemplo  las  enseñanzas  relativas  al  desenvolvimiento de la clarividencia  y  actualización  de  las  potencias  espirituales,  mediante  la  pureza  y austeridad   de   cuerpo   y   mente,  de  que dimana  la  mágica  superioridad sobre las entidades elementales, naturalmente inferiores al hombre. En  los países occidentales  es la  magia  tan  antigua  como  en  los  orientales.  Los druidas  de  la  Gran  Bretaña  y  de  las Galias  la  ejercían  en  las  reconditeces, de  sus profundas  cavernas, donde  enseñaban ciencias naturales  y  psicológicas,  la  armonía  del  universo,  el  movimiento  de  los astros, la formación  de  la  tierra  y  la  inmortalidad  del  alma.  En  las  naturales  academias edificadas  por  mano  del  invisible  arquitecto,  se  congregaban los  iniciados  al  filo  de  la media  noche  para  meditar  sobre  lo  que  es  y lo que  ha de ser el  hombre.   No necesitaban de iluminación artificial  en  sus  templos,  porque  la  casta  diosa  de  la  noche hería  con  sus  rayos  las  cabezas  coronadas  de  roble  y  los  sagrados  bardos  de  blancasvestiduras sabían hablar con la solitaria reina de la bóveda estrellada. Pero  aunque  el  ponzoñoso  hálito  del  materialismo  haya  consumido  las  raíces  de  los sagrados bosques  y  secado  la  savia  de   su espiritual  simbolismo,  todavía  medran  con exuberante lozanía para el estudiante de  ocultismo,  que  los sigue  viendo  cargados  del fruto de la verdad tan frondosamente como cuando el archidruida sanaba mágicamente a los enfermos y tremolando el ramo de muérdago segaba con  su dorada  segur  la  rama del materno roble. La magia es tan vieja como  el hombre y nadie acertaría  en  señalar  su origen,  de  la  propia  suerte  que  no  cabe  computar  el  nacimiento del  primer  hombre. Siempre  que  los eruditos intentaron  determinar  históricamente  los  orígenes   de   la magia  en  algún  país,  desvanecieron  sus cálculos investigaciones posteriores.  Suponen algunos que el  sacerdote  y  rey escandinavo Odín  fué  el  fundador  de  la  magia  unos  70años  antes  de  J.C.;  pero hay  pruebas  evidentes  de  que  los misteriosos  ritos  de  las sacerdotisas valas son muy anteriores a dicha época. Otros  eruditos  modernos  atribuyen  a  Zoroastro  las  primicias  de  la  magia  apoyados en que  fué  el  fundador  de  la  religión  de  los  magos;   pero  Amiano  Marcelino,  Arnobio, Plinio  y  otros  historiadores  antiguos,  prueban  concluyentemente  que  tan  sólo  se  le debe considerar como reformador  de  la  magia,  ya  de  muy  antiguo  profesada  por  los caldeos y egipcios.

Los  más  eminentes maestros  de  las  cosas  divinas  convienen  en  que  casi  todos  los libros antiguos están escritos en lenguaje sólo  entendido  de  los  iniciados,  y  ejemplo  de ello  nos  da   el  bosquejo biográfico  de  Apolonio   de   Tyana,   que, según  saben  los cabalistas,  es  un  verdadero  compendio  de  filosofía hermética  con  trasuntos  de  las tradiciones relativas al rey Salomón. 
La magia  era   una  ciencia divina  cuyo  conocimiento conducía  a  la  participación  en  los atributos  de  la  misma  Divinidad.  Dice Filo Jadeo  que  “descubre  los  secretos  de  la naturaleza   y   facilita  la  contemplación  de   los   poderes   celestes”. Con   el  tiempo degeneró por  abuso  en  hechicería  y  se  atrajo  la  animadversión  general; pero  nosotros hemos de considerarla tal como fué en  los tiempos  de  su  pureza,  cuando  las  religiones se  fundaban  en  el  conocimiento  de  las  fuerzas  ocultas  de  la  naturaleza.  En  Persia  no introdujeron  la  magia  los  sacerdotes  como  vulgarmente  se  cree,  sino  los  magos,  cuyo nombre  indica  la  procedencia.  Los  mobedos  o  sacerdotes  parsis,  los  antiguos  géberes, se llaman hoy  día  magois en dialecto pehlvi. La magia  es  coetánea  de  las  primeras razas humanas. Casiano menciona un tratado de magia muy conocido  en  los  siglos  IV y V que, según tradición, lo recibió Cam, hijo de Noé, de manos de Jared,  cuarto  nieto de Seth, hijo de Adán. Moisés  fué  deudor  de  sus  conocimientos  a  la  iniciada  Batria,  esposa  del  Faraón  y madre de la princesa egipcia Termutis, que  lo  salvó  de  las  aguas  del Nilo. De él dicen las  escrituras  cristianas:  “Y  fué  Moisés  instruido  en  toda  la  sabiduría  de  los  egipcios  y era poderoso en palabras y obras”. Justino  Mártir, apoyado  en  la  autoridad  de  Trogo Pompeyo, afirma que  José,  hijo  de  Jacob,  aprendió  muchas   artes  mágicas  de  los sacerdotes egipcios. En  determinadas  ramas  de  la  ciencia,  sabían  los  antiguos  más  de  lo  que  hasta  ahora han descubierto los  modernos.  Aunque  muchos  repugnen confesarlo, así  lo  reconocen algunos sabios.  El  doctor  A.  Todd  Thomson,  que   publicó  la  obra  Ciencias  ocultas, escrita  por  Salverte,   dice   a   este  propósito:   “Los   conocimientos científicos   de   los primitivos   tiempos   de   la  sociedad  humana   eran mucho   mayores   de   lo   que   los modernos  suponen,  pero  estaban  cuidadosamente  velados  en  los  templos  a  los  ojos del vulgo y tan sólo a disposición de los sacerdotes”. Al  tratar  de la  cábala,  dice  Baader que “no sólo debemos a los judíos la ciencia sagrada, sino también la profana”. Origenes, discípulo  de  la  escuela  platónica  de  Alejandría,  afirma  que  además  de  la doctrina  enseñada  por  Moisés  al  pueblo  en  general, reveló  a  los   setenta   ancianos algunas  “verdades  ocultas  de  la  ley”  con  mandato  de  no  transmitirlas  más  que  a  los merecedores de conocerlas. San Jerónimo dice que  los  judíos  de  Tiberiades  y  Lida  eran  singulares  maestros  en hermenéutica  mística.  Por  último,  Ennemoser  se  muestra firmemente convencido  de que las obras del areopagita Dionisio están inspiradas en  la  cábala  hebrea,  lo  cual  nada tiene  de  extraño  si  consideramos  que  los  agnósticos  o  cristianos  primitivos  fueron continuadores, con distinto  nombre,  de  la  escuela  de  los  esenios.  Molitor  reivindica  la cábala hebrea y dice sobre este punto: “Ha pasado ya el tiempo en que la teología  y  las ciencias  eran  esclavas  de  la  vulgaridad  y  la  incongruencia; pero  como  el  racionalismo revolucionario no ha dejado otro rastro que su propia ineficacia con  estropeamiento  de las  verdades  positivas,  hora  es  de  reconvertir la  mente  a  la  misteriosa  revelación  de donde,  como  de  vivo  manantial,  brota  nuestra  salvación...Los  antiguos  misterios  de Israel,  que  contienen todos  los  secretos  de  hoy,  debieran  servir  para  establecer  la teología  sobre   profundos   principios   teosóficos  y   dar   base   firme   a   las ciencias especulativas.  De  esta  suerte  se  abrirían nuevos caminos  en  el  laberinto  de  mitos, símbolos  y  organización política  de  las  sociedades  primitivas.  Las  tradiciones  antiguas encierran  el  método  de  enseñanza seguido  en  las   escuelas  del   profeta  que   Samuel   no fundó, sino que  tan  sólo  restauró,  y  cuyo  objeto  era  instruir  a  los  candidatos   en conocimientos que les hicieran dignos de  la iniciación  en  los  Misterios  mayores,  una  de cuyas enseñanzas  era  la  magia  distintamente  separada  en  dos  opuestos  linajes:   la blanca o divina y la negra o diabólica. Cada una de estas ramas se subdivide a  su  vez  en dos  modalidades:  activa  y  contemplativa.  Por  la  magia  divina  se  relaciona  el  hombre con  el  mundo  para  conocer las  cosas   ocultas  y  realizar buenas  obras.  Por  la  magia diabólica  se  esfuerza  el  hombre  en  adquirir  dominio  sobre  los   espíritus y perpetrar diabólicas fechorías y delitos de lesa naturaleza.

Quienes conocen las secretas fuerzas naturales y  emplean  con  paciente  parsimonia  las facultades dimanantes  de  tal  conocimiento,  laboran  por  algo  superior  a  la  deleznable gloria  de  una  fama  efímera,  pues sin apetecerla logran  la  inmortalidad  reservada  a cuantos  olvidándose  de  sí  mismos  se  entregan por  entero  al  bien  del  género humano. Iluminados  por  la  luz  de  la  verdad  eterna,  aquellos   rico–pobres  alquimistas  iban  más allá  de  la  común  penetración,  y  sólo  diputaban  por  inescrutable  la  Causa  primera.  Su norma  constante  estaba  trazada  de  consuno  por  la  intrepidez,  el  deseo  de  saber,  la firme voluntad  y  el  absoluto  sigilo.  Sus espontáneos  impulsos  eran  la  beneficencia, el altruismo y  la  moderación.  La  sabiduría   era  para  ellos  de  mayor  estima  que  el  logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y  poderío  mundano, al  paso  que  no  les  asustaban  ni hambres ni pobrezas ni fatigas ni desprecios humanos, con tal de llevar a  cabo  su  tarea. Pudieron  haber  reposado  en  blandos  lechos  de  aterciopeladas  colchas, y  prefirieron morir en los hospitales y en las márgenes de  los  caminos, antes  que envilecer sus  almas cediendo  a  la  nefanda  concupiscencia  de  quienes  intentaban  hacerles  quebrantar  sus sagrados votos. Ejemplo  de   ello  nos  dan  las  vidas  de  Paracelso,  Cornelio Agripa  y Filaleteo"


Los antiguos, y  sobre todo  los  magos  y  astrólogos  caldeos,  se  distinguieron  siempre por su ardiente anhelo de inquirir la verdad  en  las  diversas  ramas  de  la  ciencia, pues  se esforzaban  en   penetrar  los  secretos  de  la  naturaleza,  por  los  mismos  métodos  de observación  y  experimentación  a  que recurren los  modernos  investigadores;  y   si  éstos se resisten a creer que aquéllos ahondaran mucho más en los  misterios  del  universo,  no por  ello  es  justo negar que  poseyeran  vastos  conocimientos,  ni  tampoco  acusarles  de superstición,   pues   lejos   de   haber   prueba   de   estas  imputaciones,   cada    nuevo descubrimiento  arqueológico  es  un  testimonio  a  su  favor.  Nadie  les  ha  superado  aún en conocimientos químicos,  y  a  este  propósito  dice  Wendell  en  su  famosa  conferencia acerca de Las Artes perdidas, que “la química llegó  en tiempos  antiguos  a  una  altura no alcanzada   ni   siquiera   bordeada   por  nosotros”. Conocieron   el   vidrio   maleable   que, suspendido de un extremo, se  iba distendiendo  por  su  propio  peso,  hasta  adelgazarse en forma  de  cinta  flexible  que  podía   arrollarse   a   la   muñeca,   y   cuyo   secreto   de fabricación fuera para nosotros tan difícil como volar hasta  la luna.  Está  históricamente comprobado, que un extranjero llevó a Roma, en tiempo de Tiberio, una copa  de  cristal que al caer sobre el pavimento de mármol no se rompía, sino que tan sólo se abollaba  y era  fácil  restituirle  su  primitiva  forma  a  martillazos.  Si  los  modernos  dudan  de  ello  es porque  no  saben  hacerlo.  En  Samarcanda  y  en  algunos  monasterios  del  Tíbet,  pueden verse  hoy  día  copas  y  otros  objetos  de  cristal  maleable,  con añadidura  de  haber  allí quienes afirman que  pueden  fabricarlos,  gracias  a  su  conocimiento  del  tan  ridiculizado alkahest  o  disolvente  universal  que, según  Paracelso  y  Van  Helmont,  es  un  agente natural   “capaz   de   reducir   todos   los   cuerpos   sublunares,   así   homogéneos  como heterogéneos,  a  su  ens  primum  o  substancia   primaria,   convirtiéndolos  en  un  licor uniforme y potable,  que  aun  mezclado con agua  ú  otro  zumo  cualquiera  no  pierde  su virtud,  y  si  otra  vez  se  mezcla  consigo mismo  se  convierte  en  agua  pura  y  elemental”. ¿Qué inconveniente hay  en  admitir  la  posibilidad  de  todo  esto?  ¿Por  qué  ha  de  ser utópico    este    disolvente?    ¿Acaso    porque    los    químicos    modernos    no    lo     han descubierto?  Sin mucho esfuerzo podemos concebir que todos los cuerpos dimanan  de una  substancia  primaria  que  de  acuerdo  con  la  astronomía,  geología  y  física,  debió  de ser  flúida  en  su  originario estado.  ¿Por  qué  no  puede  el  oro,  cuya  génesis  desconocen los  químicos  modernos,  haber  sido  primitivamente  una  substancia básica del oro, un flúido  pesado  que,  como  dice  Van  Helmont,  “por  su  propia  naturaleza  y  por  la  firme cohesión  de  sus  partículas  tomó  el  estado  sólido”?  No  es,  por  lo  tanto,  despropósito creer que  haya  una  substancia universal que  reduzca  todos  los  cuerpos  a  su  genérica substancia. Van Helmont la califica de “la sal  más  poderosa  y principal que  en  su  grado máximo  de  simplicidad,  pureza  y  sutilidad,  no  se  altera   al  reaccionar sobre otras materias,  y  tiene  suficiente  energía para  disolver  el  cuarzo,  las  piedras  preciosas,  el vidrio, la sílice, el azufre y los metales, formando una sal roja de peso equivalente,  al  de las materias disueltas con tanta facilidad como el agua caliente disuelve la nieve”. Este  es  el  flúido  que  aún  hoy  se  emplea  para  sumergir  el  vidrio  común  y  darle maleabilidad. Tenemos   una prueba   palpable   de   semejantes   posibilidades.    Un    corresponsal extranjero  de  la  Sociedad  Teosófica,  famoso  médico  que  hace  más  de  treinta   años   se dedica  al  estudio  de  las  ciencias ocultas,  ha  obtenido  el  primario  elemento   del   oro   al que  llama  legítimo  aceite  de  oro, que  analizado  por  muchos  químicos,  se  han  visto precisados  a  confesar que  no  acertaban  con  el  procedimiento  de  obtención.  No  debe extrañarnos que  este  médico  se  resista  a  publicar  su  nombre,  pues  el  ridículo  y  las preocupaciones vulgares son a veces más peligrosas que la Inquisición  antigua.  La tierra adámica es de linaje emparentado con  el  alkahest  y  uno  de   los  más   importantes secretos  alquímicos,  que  ningún cabalista  divulgará,  pues  como  dice  muy  bien   en lenguaje simbólico: “daría  explicación  de  las  águilas de  los  alquimistas  y  las  águilas tienen las  alas  cortadas”.  Es  un  secreto  que  Tomás  Vaughan  (Eugenio Filaleteo), tardó veinte años en aprender. A  medida  que  la  aurora  de   las  ciencias físicas fué  acrecentándose  en  luz  diurna,  las ciencias espirituales se sumergieron en cada vez más densas sombras, hasta el  punto  denegarlas muchos muy rotundamente. A los eminentes psicólogos de otras  épocas  se  les tiene hoy por    ignorantes  y   supersticiosos,  cuando  no  por  saltimbanquis  y prestidigitadores, pues el sol de la ciencia brilla en  nuestros  días  con  tal  esplendor,  que parece axiomático que los  antiguos  nada  sabían y  estaban  envueltos  en las  brumas  de la superstición. Pero olvidan sus detractores que el sol  de  nuestro tiempo  será  obscura noche  en  comparación  del  luminar  futuro,  y  que  así  como  los  científicos  de  nuestro siglo  tildan  de  ignorantes  a  sus  antepasados,  tal  vez  sus  descendientes  digan  de  ellos que nada sabían. La  marcha  del  mundo  es  cíclica.  Las  razas  futuras serán reproducción  de  otras  hace siglos desaparecidas, mientras que  la  nuestra  acaso  reproduce  la  existente  diez  mil años  atrás.  Tiempo  ha  de  llegar  en  que reciban  su  merecido  cuantos  hoy  detractan públicamente   a   los   herméticos,  pero   que   en  privado   consultan   sus   polvorientos volúmenes  para  plagiar  sus  ideas.  A  este  propósito  exclama   honradamente   Pfaff :“¿Quién  ha  tenido  tan  claro  concepto  de  la  naturaleza  como  Paracelso?   Fué   el  audaz fundador   de   la   química   médica   y  de   innovadoras  escuelas,   victoriosas  en  la controversia,  y  uno  de  los  pensadores  que  dieron más  acertada  orientación  al  estudio de la naturaleza de las cosas. "


fragmentos de ISIS SIN VELO 
H.P. BLAVATSKY

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