Lázaro y el rico- Por el Reino Encantado de Maya

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Lázaro
(San Lucas, capítulo XVI)
19. Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino finísimo, y cada
día tenía convites espléndidos.
20. Y había allí también un mendigo llamado Lázaro que yacía a las puertas
del rico, lleno de llagas.
21. Deseando hartarse de las migajas que caían de la mesa y ninguno se las
daba, antes bien venían los perros y le lamían las llagas.
22. Y aconteció que, cuando murió aquel pobre, lo llevaron los ángeles al seno
de Abrahán. Y murió también el rico y fue sepultado en el infierno.
23. Y alzando los ojos cuando estaba en los tormentos, vio de lejos a Abrahán
y a Lázaro en el seno de su reino.
24. Y él, levantando el grito, dijo: “Padre Abrahán, compadécete de mí y
envía a Lázaro a que moje la extremidad de su dedo en agua para refrescar mi lengua,
porque soy atormentado en esta llama.”
25. Y Abrahán le respondió: “Hijo, acuérdate de que tú no recibiste sino
bienes en tu vida y Lázaro males: pues ahora le toca a él ser aquí consolado y a ti el ser atormentado.
26. “Fuera de que hay una sima impenetrable entre nosotros y vosotros, de
manera que ni vosotros podéis pasar aquí ni nosotros allí.”


COMENTARIO

A la vista de la parábola anterior no nos cansaremos de repetir que, según la doctrina teosófica de las edades, reflejada con más o menos nitidez en las diversas religiones, hay una Ley Suprema que gobierna las Esferas, y que es la propia Divinidad Manifestada o Logos informando al Cosmos desde lo más excelso hasta lo más ínfimo, o sea la Ley del Destino.

Semejante ley tiene dos aspectos diferentes o, como si dijéramos, dos momentos sucesivos. Al primero de estos aspectos se le llama en Oriente “dharma” o ley suave persuasiva, y “karma” o ley fatal e inexorable al segundo. El estudiante, por ejemplo, al comenzar cada curso académico se impone libremente el “dharma” de estudiar sus asignaturas, sin que tal estudio deba de hacerse en tal o cual día o semana, pues basta con que lo realice convenientemente durante los meses de curso. Llegado, en fin, el tiempo de examen, el “karma” le somete a su dura prueba, y si el “dharma” escolar anterior ha sido bien cumplido por el estudiante, dicho “karma” le premia permitiéndole para nuevo curso un nuevo “dharma” de un grado superior que, paso a paso, le lleve así hasta la cima de su carrera, mientras que inexorablemente, en el caso contrario, le hace retroceder al principio del curso, en el que así fracasara por no haber cumplido con la ley suave y adecuada que tan fácil le habría sido cumplir.

Por eso, por la misma ley del “karma” que a diario vemos actuar en el mundo, es lógico el esperar, tras las tristezas del bueno en esta vida, un premio, y para las orgías del malo en la misma, un castigo, idea matriz que ha servido de base para cuantos cielos e infiernos han pintado las religiones, cielos temporales, por supuesto, e infiernos no menos temporales, y en los que lejos de lo que muchos se han imaginado, sólo se dan nuevas condiciones “inferiores” de vida para el caído, en reencarnaciones sucesivas... Ibamos a continuar estos comentarios a las enseñanzas de Jesús, cuando nuestro fraternal amigo don Bartolomé Bohorques nos sorprende en La Luz del Porvenir con un estudio tan hermoso acerca de trece de las más notables parábolas evangélicas que, pese a su extensión, no podemos menos de transcribir aquí, con ligera & mutilaciones.

Dice así el virtuoso teósofo valenciano:
“Las semejanzas del reino de los cielos, según el evangelista Mateo, fueron con admirable sencillez predicadas por Jesucristo en trece parábolas, a saber: “El reino de los cielos es semejante al hombre que siembra buena simiente en su campo, pero mientras dormían los siervos vino su enemigo y sobresembró cizaña entre el trigo y se fue. Cuando crecieron los tallos y apuntó la espiga, entonces se descubrió la cizaña; y llegándose los siervos del padre de familia le dijeron: Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo?
¿De dónde, pues, tiene cizaña? Y él les contestó: Algún enemigo hizo esto. Los siervos le dicen: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos? No, dijo él, porque si arrancáis la cizaña, también con ella arrancaréis el trigo. Dejad crecer juntamente lo uno con lo otro  hasta la siega, y en el tiempo de ésta diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla; mas el trigo traedlo a mi granero.”

Esta parábola nos da una lección de gran valía para que seamos vigilantes cautos y prácticos. Debemos tener calma: no violentarnos en desvanecer ciertos errores que las más de las veces hoy son propalados por aquellos que se dicen ser nuestros correligionarios, quienes pletóricos de teorías mal entendidas por falta de santificación, obran como aquellos escribas y fariseos de cuyo proceder abomina Cristo, por cuanto que rodeaban la mar y la tierra para hacer un prosélito que resultaba, doblemente que ellos, hijo del infierno. (Mat. XXIII, 15).

“Otra parábola les propuso diciendo: El reino de los cielos es semejante al insignificante grano de mostaza que un hombre sembró en su campo; y siendo la más pequeña de todas las semillas, cuando crece es un arbusto o árbol en el que posan y anidan las aves del cielo.”

Figurémonos que el que siembra en su campo, en el campo de su santidad, es un espiritualista moderno, espiritista o teosofista, militante denodado en la Verdad. (Juan
XVII,17.) Como la simiente, que es la palabra divina, ha crecido con lozanía en su campo, que es su corazón, su alma, su conciencia, por la santificación, por la encarnación de la Verdad. Los hermanos mayores, los divinos Maestros, atraídos por el olor de las virtudes de aquel sembrador, vienen de las alturas y hacen en él morada (Juan XIV, 12), por cuanto que en su crecimiento y ramificación alcanzó la sabiduría.

“El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer mezcló en la masa que elaboró con tres medidas de harina, y toda quedó hecha pan.”

Esta parábola envuelve nada menos que la idea batallona de la igualdad moral humana, sin cuyo requisito no es posible la armonía social por la comunidad de ideas trascendentales, que es el único medio de implantar entre los hombres. el reino de los cielos,- que es paz y benevolencia. El espiritualista moderno que no se impone la misión apostólica de transmitir sus conocimientos a sus semejantes, es un parásito en sociedad, máxime sabiendo que el progreso ascendente de un alma consiste en hacer que progresen los dëmás. No basta a un buen árbol dar nada más que sombra; si no da fruto y bueno es un parásito; más: es un vampiro que según el Maestro que predicó en Palestina, debe extirparse. Urge fermentar la masa social con la levadura de la Verdad eterna, para que el reino de los cielos sea un hecho entre los hombres. Los dogmáticos, envueltos en las cadenas de sus errores y prejuicios, se han inutilizado para esta labor. Casi todos los políticos son demoníacos. ¿Qué hacemos?

El que vuelta la cara al pasado, no avanza, se petrifica como la mujer de Lot. Avancemos
con intrepidez.

“El reino de los cielos es semejante al tesoro escondido en un campo. Y enterado un hombre de que allí se ocultaba aquella riqueza, compró el campo para poseer el tesoro.”
Esta parábola nos da a conocer la virtud que entraña la radical decisión de un hombre que enterado del lugar donde se hallan soterradas las aguas puras y cristalinas de la Verdad sin mácula, aguas que saturan el alma de bondad y justicia, trascendentes, hace un esfuerzo y adquiere pleno derecho a la posesión de aquel campo que cubre el sagrado tesoro que le hará brillar como un sol. Mucho les conviene meditar esta parábola a los tacaños y timoratos. Los que viven en tinieblas porque les duele hasta la compra de un pequeño candil. Que a tal extremo toca la estulticia de algunos hombres que regatean un pequeño óbolo para adquirir la Luz del alma.

“El reino de los cielos también es semejante a un mercader en perlas finas que habiendo hallado una perla de grande precio vendió cuanto tenía y la compró.”

El hombre poseedor de pequeñas verdades que a más de ser fugaces por su liviandad, ocupan el cerebro de vanos conceptos, peligrosos por su vaguedad, y halla una verdad, la gran Verdad, la que comprende todas las verdades científicas, filosóficas, religiosas, morales, artísticas, etcétera, y sin titubeos ni vacilaciones opta por ella, porque le conduce a la región del más puro ideal de trascendencia, que en este mundo es el reino de los cielos, se asemeja en decisión al buen comerciante en perlas de la parábola.

“El reino de los cielos es semejante a la red que en la mar recoge varias clases de peces, y que, sacada a la orilla, permite se escojan los buenos y se tiren los malos.”

Así será el fin del siglo o milenio: “los ángeles apartarán los hombres malos de entre los buenos, y los echarán al horno del fuego”. Como-saben nuestros correligionarios, cada milenio, cada edad evolutiva, cada período de tiempo por el que en general la humana estirpe realiza un determinado progreso, las almas que han extremado su rebeldía son arrojadas al horno de fuego, a un mundo donde las pasiones bestiales humean. Son tales almas quitadas de la Tierra. No son ni serán atraídas a reencarnar a este mundo (quien lea entienda), porque aquí, ya saneada la humanidad, serían totalmente desarmónicas, no progresarían ni dejarían progresar por efecto de sus excesivos, continuos y brutales escándalos. Tales almas, para su bien, son llevadas por los Señores del Karma para reencarnar en un mundo de estado más inferior que la Tierra. Y allí, en los momentos supraconscientes, lloran y crujen los dientes por el remoto recuerdo de sus estancias en mundo de orden superior.

“Todo escriba (letrado) docto en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familia que saca de sus arcas cosas nuevas y cosas antiguas.”

Toda conciencia que toma carne en este mundo, todo hombre venido al mundo, tiene en su alma la luz divina (Juan 1, 9), necesaria para seguir la senda kármica marcada para el progreso que en el término de sus posibilidades haya de realizar; y además, cuenta con la palabra de verdad permanente en los libros sagrados que codifican las siete grandes religiones. El Salmista, abiertos los ojos y admirado ante las maravillas externas e internas de la Ley dictada por Jehová a Moisés, exclamaba: “Faro es a mis pies tu palabra”. El hombre que por su atildamiento moral es digno de. ser contado entre las personas de verdadera descendencia, y que por añadidura, esotérica y exotéricamente, en pensamientos, palabras y obras, se ejercita en la verdad, la justicia, la bondad y la belleza de sus posibilidades, y que estima su existencia, porque tiene la interna noción de que se halla en la Tierra para evolucionar en armonía con un fin trascendente, hace lo que el escriba docto semejante al padre de familia en la parábola: insacula todos los conocimientos y experiencias, honor y provecho, que tan superabundantemente pueden recogerse durante la juventud y la edad viril; y allá en la edad madura, en la vejez, durante este período de gloria, del hombre entendido y virtuoso, último tiempo físico en e! que se cosechan los frutos de una existencia planetaria, del šaco en que conserva el tesoro acumulado, con alegre recordación, va extrayendo, considerando y contemplando el valor de aquellas joyas o prendas de moralidad, que abrillanta más con sus concentradas y nuevas meditaciones sobre el bien y la belleza.

A esta parábola se le puede llamar la del tesoro de los filósofos. El amante del saber, que llegó a la posesión de la espiritualidad, guarda este tesoro en su corazón, donde tiene asiento su cuerpo causal, su conciencia, su alma, porque es donde ni la polilla ni el orín lo corroe. (Mat. VI, 19, 20.)

“El reino de los- cielos es semejante a un hombre rey que quiso liquidar con sus siervos, y el primero presentado al ajuste de cuentas quedó debiéndole diez mil talentos, que no podía pagar. Entonces el señor ordenó que se le vendiese juntamente con su mujer y sus hijos. Ante tan dura sentencia el siervo postróse y rogó al señor que tuviera paciencia y esperase, porque él lo pagaría todo. El señor tuvo misericordia y le perdonó la deuda.

“Cuando libre del débito, aquel siervo salió de la real estancia, en la calle se encontró con un cliente y consiervo que le debía cien denarios, y trabando de él por el cuello, le ahogaba diciendo: Paga lo que me debes. El cliente consiervo, en tal apuro, arrojóse a los pies del acreedor, suplicándole que tuviese paciencia hasta que se lo pagase todo; pero el acreedor no quiso esperar y lo metió en la cárcel. Las gentes consiervas que presenciaron tan cruel espectáculo, entristecidas, denunciaron el hecho al señor, y éste, llamando al siervo malvado le dijo: ‘Toda aquella gruesa deuda te perdoné porque me rogaste. ¿No debías tú haber tenido misericordia con tu consiervo, como yo la tuve contigo?’ Entonces, el señor, enojado, le entregó a los verdugos hasta que pagase cuanto debía. Así hará mi padre celestial con vosotros si no perdonáis de todo corazón a vuestras hermanos las ofensas que os hayan inferido.”

Cuando nuestra Guía o Maestro espiritual tiene agotados los recursos de la piedad para que no salgamos del particular sendero de justicia y misericordia que al venir, o mejor dicho, ser traídos a este mundo, nos fue marcado por los Señores que administran el Karma, entonces, sin abdicar de su hegemonía nuestro Maestro, hasta el punto que conviene a su plan redentor, nos entrega en manos de las fuerzas tenebrosas, demoníacas
o satánicas, encarnadas y desencarnadas, éstas sin percatarse de la influencia que las pone en acción, para que mediante las pesadumbres y calamidades entendamos y nos orientemos en la conducta que tanto los espiritualistas modernos como los demás hombres tenemos el ineludible deber de seguir para alcanzar el progreso evolutivo de que somos capaces en cada existencia planetaria.

Las fuerzas negras, Satanás y sus ángeles (Apoc. XII, 9) y toda la gente infernal, inconscientemente sometidas a las jerarquías divinas administradoras del Karma (Apoc.1, 18), tienen, como los verdugos de la parábola, la misión tremenda de, por sus pésimos deseos, que creen de justicia, corregir con inicua dureza a las almas que para su
edificación moral lo han de menester.

“El reino de los cielos es semejante a un padre de familia que salió a la hora prima —seis de la mañana— a contratar trabajadores para su viña, y habiendo convenido con ellos darles un denario de jornal, fueron al trabajo; pero a las horas de tercia, nona y undécima envió más obreros a la viña sin tratarles del precio de la soldada con que había de pagarles. Terminado el día, el padre de familia ordenó a su mayordomo que pagase un denario a cada trabajador, comenzando por aquellos que sólo habían trabajado una hora y terminando por los que habían trabajado las doce horas. Los obreros de la primera hora, sin tener en cuenta el contrato, creyeron que a ellos se les debía dar proporcionalmente, y protestaron; mas el padre de familia objetó la infundada pretensión de los primeros obreros, alegando el contrato y añadiendo que con su capital podía hacer cuanto tuviera por conveniente. Que nadie tiene derecho a ser perjuro y exigente, alegando por causa los juicios y determinaciones del hombre libre y fiel a sus compromisos.”

Todavía es tiempo de pecar en la Tierra (Apoc. XXII, 11). Aún es tiempo para que sigan triunfando los egoístas, odiadores y embusteros; pero tal tiempo se acaba presto. El mundo marcha a evado más venturoso, y urge que vengan almas grandes al plano físico para apresurar la labor necesaria al planteamiento del reino de los cielos entre los hombres. El Cristo, el Manú de la Raza, está enviando seres de gran evolución para que los hombres preparen su advenimiento y dar fin al imperio del error. Con tal propósito el Maestro advinente, el Salvador de la Raza, el Cristo, el Señor de la viña, envía a la Tierra, al plano físico, tantos obreros como según el rumbo moral de la sociedad humana civilizada va creyendo necesarios, a fin de que su viña quede labrada para el día y la hora que nadie sabe. El tiempo y la razón, para que entre los hombres, a presencia del divino Maestro, se establezca la armonía indispensable a fin de que sea un hecho la comunidad de vida y bienes en la Tierra, es un arcano impenetrable hasta para las jerarquías divinas que ayudan en su labor al Logos terrestre. (Mateo XXIV, 36).

Para el Maestro, el señor que envía los obreros, prestos al trabajo, a laborar en su viña, todos ellos son dignos de igual recompensa, puesto que el que no venga a la labor de servicio hasta la hora postrera, es porque no le envían, porque aún no ha figurado entre los llamados ni entre los escogidos; pero él se halla en plaza y dispuesto al trabajo desde la primera hora. Los juicios divinos distan un mundo de las mezquindades de los juicioshumanos, al extremo que, según las sagradas letras, la obra más grande y sublime del hombre es abominación ante Dios. (Lucas, XVI, 15). ¡Hombres!, hay que perfeccionarse (Mat. V, 48), hay que ser aptos para el reino de los cielos, hay que llegar a la actuación y dominio de loš tres mundos terrestres; hay que poseer la Tierra, hay que tenerla por heredad, como está prometido a los mansos y humildes de corazón (Mat. V, 5).

 “Maestro: ¿quién es el mayor en el reino de los cielos? Y. llamando Jesús a un niño le
puso en medio de ellos, diciendo: En verdad os digo que si no llegáis a ser como niños no entraréis en el reino de los cielos. Así que cualquiera que se humillare como este niño será el mayor en el reino de los cielos.” -

Como entre los varios errores mortales que por sus atávicos prejuicios sostiene el dogmatismo cristiano, figura la infernal negativa de la ley de Reencarnación de las almas para su depuración; verdad ésta que con claridad meridiana, en veinticinco textos, se expresa en los cuatro evangelios, amén de otros tantos en el resto del Nuevo Testamento, a más del buen número que se halla en el Viejo, textos vistos en todo su alcance por los cristianos gnósticos, que fueron los más entendidos, los más verdaderos cristianos, según la afirmación autorizadísima de César Cantú en su Historia Universal, creen los dogmáticos cristianos, como los hebreos vulgares, que la ignorancia, la candidez exulta de un niño es una virtud. Para nosotros, la ignorancia es el primero de entre los mayores pecados.

Sólo el verdadero sabio en su ancianidad puede acreditar su inocencia, porque por sus conocimientos y experiencias sabe mantener limpios su cuerpo y su alma de las inmundicias del error. Si la inocencia consiste en la pureza del alma, sólo es inocente el hombre que hollando con aprovechamiento uno de los tres senderos de perfección, halla la Sabiduría. Únicamente el alma pura y limpia es sabia. Sólo la sabiduría es inmaculada.  La bondad verdadera es hija de la sabiduría

Como Sócrates era sabedor de este secreto, a uno que le llamó sabio, le replicó: “Sabio no, filósofo sí”. También Jesús, a uno que le llamó Maestro bueno le dijo: “No me llames bueno, que bueno sólo es Dios” (Marcos, X, 17, 18). El símil de Cristo tomando a un
niño es sin duda el más adecuado para dar a conocer la candidez, la sencillez de ánimo que necesitan alcanzar los hombres para hacer propio y manifestar el reino de los cielos.

Fue un símil el más acertado, el más apropiado para inteligencias vulgares, que todas creen que el niño es símbolo de verdad, pureza y sinceridad, por la espontaneidad con que se manifiesta. Para nosotros el poseedor del reino de los cielos es el hombre bondadoso que habla verdad y obra justicia, tanto con los humildes cuanto con los poderosos. El niño vulgar es un problema a resolverse con el tiempo, quien a pesar de sus instructores y educadores, al entrar como hombre libre en las actuaciones de la vida social, será, no lo que aquéllos con los mejores propósitos intentaron, sino lo que por el estado evolutivo de su alma fructifique. Y generalmente estos frutos son la ingratitud, la mentira, la hipocresía, la argucia contra el derecho, el egoísmo, el odio, el latrocinio y hasta el homicidio. Que aún son muchas las almas que con tales cualidades toman, mejor, las hacen tomar carne en este mundo, donde hasta la vuelta del Cristo es tiempo de pecar.(Apoc., XXII, 11, 12).

En otro lugar dice el Maestro: “Dejad que los niños se acerquen a mí, porque de ellos es el reino de los cielos”.

De la docilidad del niño no corrompido por el trato de padres y parientes de baja estofa, puede sacarse muy buen partido educándole en la espiritualidad. Por eso a continuación de la frase citada agrega el Maestro: “Cualquiera que escandalizare a estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le anegase en el profundo del mar. ¡Ay del mundo por el escándalo! Aunque sea necesario el escándalo, ¡ay del hombre escandalizador!” Sabido es que la excepción confirma la regla. Entre los niños tenemos que hacer distinción de dignísimas y honrosísimas excepciones. Fueron y son dignos, no del reino de los cielos, sino del reino de Dios, en que evolucionarán las almas que en su postrera niñez terrenal fueron: Hermes, Krishna, Zoroastro, Gautama el Buddha, Moisés, Elías, Aristóteles, Sócrates, Platón, Samuel, Daniel, Pitágoras, Jesús, Apolonio de Tiana, Swedenborg, Jacobo Boheme y otros, quienes con alma de Maestro han venido para manifestar sus mensajes redentores a este mundo.

“Mas ¿qué os parece este ejemplo del reino de los cielos? Un hombre anciano tenía dos hijos y una viña que por su vejez ya no podía cultivar con sus propios brazos. Y llegándose al primero le dijo: Hijo mío, quiero que vayas a cavar mi viña; y se negó a ir; pero después, arrepentido del desacato è ingratitud que implicaba su negativa, fue y cayó la viña. El padre, visto que el primero se había negado, acudió al segundo con la misma súplica, y éste aceptó diciendo: Yo, señor, voy; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? Dijeron los judíos: El primero. Díceles Jesús: En verdad os digo que los publicanos y las rameras os han de preceder en el reino. Vino Juan en camino de justicia y no le creisteis, y los publicanos y las rameras le creyeron.” No las palabras, sino las buenas obras son las que dan aptitud para el reino de los cielos, y más tarde, para el perseverante, el reino divino. Los - hombres y mujeres tenidos por personas decentes en sus exterioridades, generalmente no aceptan las palabras redentoras, que son las verdades eternas, porque se creen redimidas; y sobre todo porque los redentores son escandalizadores y personas descamisadas, quienes por inducir las masas populares al error, tarde o temprano irán a las cárceles, y puede que también al patíbulo. Este es el juicio de los demoníacos. De esta calaña de personas decentes eran los escribas y fariseos, quienes huían de Juan y de Jesús para no contaminarse con sus herejías, y que su prestigio, honor y trato con la aristocracia no sufrieran menoscabo. Esta raza de hipócritas ensalzadores de sus propias personas (Mat. XXIII, 13-16), es hoy mucho mayor en número y de peor calidad que entonces.

¿Qué labor ha sido la del cristianismo a partir del siglo IV de la Era Cristiana, que en vez de disminuir, qué digo, extirpar esa raza invasora de ropaje y modales atildados, egoístas, odiadores y fanfarrones, la ha aumentado en asombroso número con pernicioso refinamiento? Por nuestro mal, en el mundo, hoy como ayer, en general sólo son humildes y mansos de corazón las personas a quienes se les imputa pecado. Estas son las que tienen libertad y abiertos sus corazones a la Verdad y cooperan con los enviados que la predican. ¡Raza de hipócritas, que la riqueza, el poder y la enseñanza religiosa tenéis acaparados para los fines bastardos que os sugieren vuestros egoísmos, no olvidéis que los publicanos y las rameras, según las palabras del divino Maestro, por sólo su humildad, como pecadores confesos os han de preceder en el reiflo de los cielos! Que de tal valía es para las cosas trascendentales reconocer y, humildemente, confesar los errores cometidos, y estar atentos a la voz del que, con camisa o descamisado, le proporciona el medio positivo de corregirlos.

“El reino de los cielos es semejante a diez vírgenes, que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo. Las cinco de ellas eran prudentes y las otras cinco necias y perezosas. A éstas se les olvidó llevar aceite para en caso de que el esposo tardara, no les faltase la luz; mas las prudentes fueron precavidas y llevaban cada una su ampolla de aceite. Como el esposo tardaba, se durmieron las necias. A la media noche se oyó la voz de: ¡El esposo se acerca, salid a recibirle! Entonces las vírgenes precavidas aderezaron sus lámparas. Las necias pidieron aceite a las precavidas, porque sus lámparas se apagaban, y las prudentes contestaron: ‘Si os damos de nuestro aceite, más tarde faltará a todas. Id vosotras a los que venden,- y comprad para vosotras’. Y aconteció que, durante el tiempo que las necias invirtieron en ir, comprar y volver, llegó el esposo y con las vírgenes prudentes entró en la casa donde estaban preparadas las bodas y cerró la puerta (Juan X, 9). Después llegaron las vírgenes perezosas, y clamaban: ‘Señor, señor, ábrenos’; y él respondióles: ‘En verdad que no os conozco, “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora en que el Hijo del hombre ha de venir.”

Ateniéndonos a la prehistoria y a la historia de la Humanidad, sabemos, según datos modernos, que algunos redentores han venido varias veces a los países en que por vez primera enseñaron sus doctrinas. Hermes Trismegisto vino varias veces a Egipto y Zoroastro hizo lo propio en la Media, nación ésta que fue una satrapía del imperio Persa.
Los Cristos venidos a unir a los hombres con Dios, enseñándoles la parte de Verdad eterna que han podido llevar, espiritualmente viven entre los hombres que la recibieron, aquienes llaman hijos de Dios en cuanto al espíritu (Juan I, 12, 13); y, pasados algunos miles de años, vuelven de nuevo a personificarse (Hechos, I, 11) hasta contemplar el plan redentor que se trazaron. En el “Canto del Señor” (Bhagavad-Gita) el divino Krishna (un avatar del Logos) dice a Arjuna (alma depurada): “Siempre que languidece la justicia e impera triunfante la iniquidad, me doy nacimiento a Mí mismo, encarnándome así de edad en edad, para proteger a los justos, abatir a los malvados y restaurar la veneranda ley(Dharma). Quien así conozca en verdad mi encarnación y mis actos divinos, no renacerá después de abandonar su cuerpo mortal, porque viene a Mí, Arjuna.

“Exentos de afecciones, temor y c6lera; partícipes de mi naturaleza y buscando en Mí su refugio, muchos hombres purificados por el místico conocimiento han entrado en mi ser. En igual forma que los hombres acuden a Mí, yo los acojo a ellos. Cualquiera que sea la senda que ellos sigan aquella senda es la mía. (Canto IV, 7-11.)
En el próximo advenimiento del Cristo no se tratará de otra cosa que de la implantación del reino de los cielos, que eš puramente planetario, solamente humano. Sabemos por el apóstol en su primera carta a los Corintios, capítulo XV, versos 40 y 41, que “ciertamente una es la gloria de los celestiales y otra la de los terrestres; una es la gloria del Sol, otra la gloria de la Luna y otra de cada una de las estrellas, porque cada estrella es diferente a otra en gloria”.

Por lo que deducimos de las letras sacraš y nuestras experiencias, el divino Maestro que predicó el nuevo mandamiento en Palestina u otro de su jerarquía, vendrá a la Tierra tantas veces como sea necesario, hasta que varias veces solventada en sucesivos juicios finales, la Humanidad terrestre quede apta para su ingreso colectivo en el reino divino.
A cada advenimiento ha de preceder un juicio final de edad, época o milenio en que el esposo al celebrar bodas con la humanidad vigilante, con la parte de raza depurada y selecta, cierra la puerta del festín; no permite que disfrute de él la parte de humanidad que durante el milenio de espera fue necia, perezosa, fatua. Y vano es que llame para que le abran, porque la misericordia divina, Karma, para nuestro bien, no olvida ni perdona los errores; éstos hay que depurarlos en un milenio para entrar evolucionando en el superior siguiente.  El que no avance se atrasa.

Creo que, en lugar de “misericordia”, sería más correcto “justicia”.
Hay que velar, porque no se sabe a la hora en que hemos de liquidar la cuenta de nuestro estado evolutivo. Si perdemos la ocasión y el Cristo cierra la puerta, ya quedamos fuera del reino, hasta pasado otro tiempo de incalculable duración, durante el cual tendremos que permanecer entre gentes que nos harán llorar y crujir los dientes.

“Porque el reino de los cielos es como un hombre que partiéndose lejos llamó a sus siervos y les entregó sus bienes: y a éste dio cinco talentos, a otro dos y al otro uno: a cada uno entregó conforme su facultad y posibilidades; y después se marchó lejos. El siervo que había recibido cinco talentos, hizo buenos negocios y granjeó otros cinco talentos. El que recibió dos, ganó también otros dos. Mas el que recibió uno, fue y cayó en la tierra y escondió el dinero que para granjear le había dado su señor. Después de mucho tiempo vino el señor de aquellos siervos y los llamó a liquidar. El que había recibido cinco talentos dijo: Señor, cinco talentos me entregaste, y con ellos gané otros cinco que te entrego. Y su señor le dijo:

Bien; eres bueno y fiel siervo; y como has sido fiel en lo poco, yo te daré para que administres mucho. Ahora entra en el gozo de tu señor. Entró a liquidar el que había recibido dos talentos y entregó cuatro a su señor, y éste dijo igualmente que al primero.

Llegando el que había recibido un solo talento dijo: Señor, te conozco que eres hombre duro; que siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste. Te tengo miedo y para evitarme probables pérdidas, escondí tu talento que te devuelvo. El señor le dijo: Malo y negligente siervo, si sabes que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí, debiste dar el talento a los banqueros y me hubiera producido alguna ganancia.

Entonces el señor dijo a sus siervos: Quitad a éste el talento y dadlo al que tiene diez, porque a cualquiera que tuviera le será dado y tendrá más; y al que no tiene lo poco que inútilmente pudiera tener le será quitado. A este siervo inepto, echadle a las tinieblas de afuera. Allí será el lloro y el crujir de dientes.”

El divino Maestro, el Cristo, que hace veinte siglos se ausentó de la Tierra, mejor, que desapareció para los que no hacen por verle y para aquellos que no le ven ni le sienten, pero que está en verdad, aunque no le vean, con los pocos o muchos que se congregan en su nombre (Mat. XVIII, 20) tiene dados sus talentos, sus dones, su tesoro redentor, a los que desean servirle, cooperar en el servicio de hacer a los hombres aptos para el reino de los cielos que El, en su propio glorioso cuerpo según su promesa, pruebas y señales, ha de inaugurar. A los hombres que por sus dotes adquiridas, propias, les han sido dadas otras dotes con poderes superabundantes para administrar las enseñanzas del supremo magisterio que es el de con altruismo bien sentido, a todas horas y en todo lugar dar a conocer las bellezas de la verdad, de la justicia y de las virtudes depurativas y meditativas, y tales hombres distraídos unos con las exigencias sugestivas de los placeres terrenales que a los sentidos arrebatan, y otros temerosos de ser arrollados por la cultura de los hombres demoníacos, por sus argucias satánicas, no han trabajado, no han hecho transacciones especulativas para fomentar el tesoro que como a sus servidores le confiara el Señor, estas almas a pesar del progreso que habían adquirido, por su demostrada ineptitud para las buenas obras serán arrojadas de la Tierra al dar en ésta principio el primer solemne acto de los de la serie que han de constituir en su plenitud el reino de los cielos, humanamente administrado y por el Cristo regido.

He aquí las trece parábolas tomadas del evangelista Mateo, magistralmente similadas las semejanzas o semblanzas de las virtudes que se han de menester para las actividades del reino de los cielos, que no es otra cosa que la de decir verdad, obrar recta justicia con altruismo y por consecuencia, actuar a la vez por derecho propio, sin trance mediumnímico, en plena vigilia y posesión de sí mismo en los tres mundos constituyentes de la Tierra o globo que tanto en la carne como fuera de ella habitamos y gracias que aún por millones de años habitemos, porque ello sería prueba irrecusable -y dichosa de que no habíamos sido arrojados a la gehenna, a las tinieblas de afuera (Mat. XII, 13) en ninguno de los juicios finales que han de tener en la Tierra hasta que ésta por su progreso físico se convierta en morada divina, y. nosotros, la entonces dichosa dotación terrestre por nuestro elevado nivel moral, seamos dignos de habitarla.


fragmento de POR EL REINO ENCANTADO DE MAYA

MARIO ROSO DE LUNA

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